El amor, la muerte y el fuego han sido unidos en el mismo instante. La muerte total y sin residuo es la garantía del paso al más allá. En el seno del fuego, la muerte no es la muerte.
G. Bachelard – Psicoanálisis del Fuego
Es en el símbolo, o a través del símbolo, como ingresamos a la civilización.
Interpretamos, interpelamos a la naturaleza y encontramos primero el asombro. Y al asombro le siguió un interrogante. Un no-saber que fue también la génesis o el deseo de un querer saber.
Y en medio del asombro y la ignorancia primitiva encontramos también una correspondencia vital. La reiteración de una naturaleza que se repite como un ciclo.
El eterno retorno del nacimiento y la muerte, de la primavera, el verano, el otoño y el invierno. La repetición de las generaciones, y el agua que fue hielo y luego nube, y fue agua nuevamente.
A la repetición incesante de los ciclos exteriores le correspondía también una repetición que se desarrollaba -silenciosa- en la génesis misma del cuerpo.
El niño que nace de una madre y después, al cabo de los años, vuelve a la tierra o al fuego -como madres finales y definitivas-.
La semilla que crece. Y el cadáver del árbol que cae a la tierra…
La piedra tallada con la paciencia indiferente del agua.
Los desiertos que se multiplican y nunca son los mismos bajo el capricho del viento.
El relámpago que se hizo fuego y después nos dio cobijo, luz, calor y alegría…
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El símbolo fue también ese punto extremo en el que nos separamos de la naturaleza. La frontera entre la animalidad y el lenguaje. La división fundacional de la cultura.
El símbolo se hizo Prometeo regalando el fuego a los hombres. A las bestias que ya no eran, porque en el fuego encontraron también el signo de una razón que los apartó tajantemente de la naturaleza. De la existencia simple e indiferente de los demás animales.
Es en la historia del fuego donde descansa el mito fundacional de la cultura.
Alrededor del fuego nacieron los dioses. Lo profano y lo sagrado. La ley y los saberes.
Al fuego sagrado se le ocultó en los templos, signo de un pacto entre lo divino y lo humano.
Y el fuego fue símbolo porque unía y transformaba. Porque creaba y aniquilaba. Porque daba vida a algo nuevo y consumía al mismo tiempo lo que se consideraba obsoleto. Porque purificaba. Porque entregaba la luz y prestaba claridad cuando todo estaba oscuro.
Para la alquimia -maestra por excelencia en el arte de los signos- el fuego constituía el elemento primordial, principio activo de cualquier transformación de la materia.
Porque la transformación era -precisamente- la clave que contenía y descifraba todos los demás símbolos, detrás de los cuales se ocultaba el verdadero conocimiento de la naturaleza: La repetición y la correspondencia…
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Detrás del fuego -como símbolo, y también como principio- se ocultó también lo que sólo aquellos «iniciados» (los verdaderos convocados del asombro) lograron entender a través del velo de lo rutinario: El conocimiento de la naturaleza es, por correspondencia, el conocimiento de sí mismo.
Quien conoce la naturaleza sabe cómo transformarla. Y así, quien se conoce a sí mismo sabe cómo transformarse…
Elevarse por encima de sus propias condiciones. Por encima, incluso, de sus propias limitaciones.
No hay nada «sobrenatural» detrás de los símbolos. Detrás de ellos sólo habita el interrogante de un asombro que busca saber. Que quiere conocer la maquinaria que mueve al universo…
Así, el fuego es entonces el símbolo de todo símbolo.
La llama que ilumina y transforma. La que convoca y la que crea. La que disipa la sombra. La que nos hace uno y nos fragmenta.
El fuego, legendario y magnífico, es la presencia fundamental en la obra de la arquitecta Elena Colombo.
Una integración perfecta entre la majestad, el poder y la belleza.
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