Ese cuerpo al que llaman suyo es un obsequio del lenguaje
Colette Soler
Tal vez la pregunta no sea «¿somos el cuerpo que «tenemos»?». Sino más bien ¿este cuerpo me «es» sin yo serlo?
¿Me precede mi cuerpo? ¿Me esclaviza mi cuerpo? ¿Me demanda, como si lo que entiendo por «yo» no fuera más que su marioneta?
El cuerpo-verdugo.
«No sabemos lo que puede un cuerpo…» decía Spinoza.
El cuerpo-dictador es también el cuerpo-anarquía. Como en sueños (como un lapsus).
Nos precede la organización -la disposición de una identidad- que ya otros han hecho (a-priori) de nuestros cuerpos.
Vinimos a este mundo y desde mucho antes tuvimos un nombre, una lengua, una manera de habitarlo y -también- una forma para disponer de nuestro cuerpo…
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Somos, precisamente, la tragedia de la civilización. Su ironía perfecta.
Somos, precisamente, la tragedia de la civilización. Su ironía perfecta.
«Es necesario que aprendas a comer de esta forma». «Debes disponer los deshechos de tu cuerpo en este lugar». «Es ilícito amar de otra manera…»
Hay lugares para todo. Y adaptaciones del cuerpo según las circunstancias y los deseos del «Otro». El «Otro-Padre», el «Otro-escuela», el «Otro-fábrica». Sucesivamente…
¿Hay algo a lo que pueda llamar realmente «Mi cuerpo»? ¿Hay un espacio de libertad que no sea solamente este rol corporal impuesto? ¿Algo más allá de este cuerpo anarquía-dictadura que me susurra una oposición violenta y brutal desde sus propios órganos que no son míos?
Nos queda esta escisión -este cuerpo esquizoide, partido, dividido-. Esta masa de órganos que se rebelan y se disponen -como en una batalla- contra «el buen sentido» tan propio de la civilización y la cultura…
Somos, precisamente, la tragedia de la civilización. Su ironía perfecta.
Nos quedan -tal vez- breves esbozos de animalidad a los que consideramos más bien como un residuo molesto. Recordatorio de que un día fuimos libres. Que no existía aún este grillete al que llamamos «cultura». Que algún día renunciamos también a la simplicidad e ingresamos -triunfantes e ingenuos- al laberinto de la angustia que es esta máquina de guerra a la que llamamos civilización.
Pero el cuerpo recuerda todavía. El animal sobrevive a pesar de la ley; contra la ley. Sintomático de la ley. Y en el medio, el despojo de nuestra identidad.
Ya lo hemos manifestado en otras ocasiones. No se puede obligar a una obra a decir lo que nunca dijo. Pero si se deben formular las preguntas y las inquietudes que la obra -en su ejercicio de signo e interrogante- pone frente a nosotros.
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El cuerpo-grito: al margen de nosotros mismos…
El cuerpo-grito: al margen de nosotros mismos…
La obra escultórica de Antony Gormley resulta inquietante porque interroga -sobre todo- lo que hemos hecho del cuerpo. Porque de alguna forma impulsa la cuestión de una naturaleza dividida -esquizoide- de lo humano.
El hombre en pie de lucha contra sí mismo: Manifestación de una guerra entre lo lícito-permitido por la cultura y aquello ilícito-deseado por el cuerpo.
El cuerpo-grito: al margen de nosotros mismos.
¿Y nosotros? No tenemos más remedio que padecer el deseo en pugna contra lo permitido…
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O bien organizar y agenciar nuestra encuentros -nuestro cuerpo y nuestra alegría-. Asumir la suprema conciencia de los afectos (lo que nos afecta) y determinar hasta qué punto hay realmente un sujeto, consciente de que afecta y es -a su vez- afectado.
Que el cuerpo es también una frontera -un lenguaje- que puede diluir sus propios límites en la medida en que se asume la tarea de agenciarse a sí mismo y agenciar sus propios encuentros y afectos.
Nos queda la conciencia de nuestra propia «discapacidad». De nuestra imposibilidad de un retorno a lo animal.
Sin embargo, aún así, tenemos también la obligación de encontrar el espacio para una breve libertad: «Enseñar al cuerpo a vivir su vida. No a salvarla».*
*Paráfrasis de un texto original de Gilles Deleuze
¿Te interesa el trabajo de Antony Gormley? Presta atención a sus palabras…
#creemosenelasombro
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Autor: @Un_Tal_Cioran
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