Compartimos la misma materia fugitiva del tiempo: Esa fugacidad indiferente a las trampas de la memoria.
Tal vez lo más complejo de vernos reflejados en los espejos del tiempo es percatarnos de nuestra absoluta irrelevancia.
Nuestra duración –es decir, ese lapso de tiempo que la nada ha conferido a nuestra propia existencia- es minúscula en comparación con las montañas, los ríos y los mares. Y aún así, es más escasa todavía en comparación con entidades cósmicas. Nebulosas, cuerpos celestes y artilugios de dimensiones abismales cuya naturaleza no logramos siquiera imaginar…
Nosotros, este polvo estelar destinado a conocer una pobre grandeza que no hace más que desvanecerse en el tiempo.
Nosotros, bestias que caminan erguidas y le temen a la muerte. Hormigas cósmicas que crearon dioses a su imagen y semejanza. Constructores de templos magníficos, artífices de civilizaciones y sabidurías destinadas al viento…
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¿Qué nos queda entonces?
¿Hay algún sentido en lo transitorio?
¿La lógica de esta irrelevancia no esconde en sí misma la semilla de toda autodestrucción?
Tal vez lo más importante de esta absoluta indiferencia cósmica no consiste más que en la simplicidad de la existencia.
Saberse de antemano condenado al olvido le confiere una extraña dignidad a la brevedad de la vida…
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Muchos consideran incluso que ante la muerte (y sabemos bien que este “límite” no tiene escapatoria) nada tiene importancia.
Pero es tal vez por eso mismo, porque existe la muerte, que lo único relevante y verdaderamente importante que nos queda como sujetos destinados a perecer en los bordes de la irrealidad no sea otra cosa que el arte: vehículo del asombro primordial y santuario de la breve alegría.
¿Valdría la pena, acaso, andar viviendo sin leer siquiera alguna vez a Borges?
Tal vez, en el fondo mismo de la existencia todo tenga sentido simple y llanamente por maravillarse un día ante Bach, Beethoven o Chopin.
El arte mismo no es ninguna salvación porque la muerte tampoco es una condena…
Tal vez el arte no es más que una forma de la alegría. La más inmanente. La más imprecisa. La más leve.
El arte como burla ante los espejos del tiempo. Aquello que no pide durar más allá de sí mismo. Lo más alto y también lo mejor que ha dado de sí la humanidad.
Guy Laramee, artista multidisciplinar de origen canadiense, crea estas asombrosas esculturas a partir de libros. Una hermosa metáfora acerca del tiempo. Una crítica a la disolución de la cultura en manos del “progreso”. Una manera de oponer la memoria ante los estragos del tiempo…
¡Disfruta su obra!
Mira el vídeo realizado para la obra “Adieu”, obra con la que Guy Laramee realiza una especie de tributo ante la inevitable cancelación de la “Enciclopedia Británica”…
Si quieres conocer más de su obra, visita su sitio web AQUÍ
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