Es hacia el medio como se establece una relación que desborda los límites del sujeto. Hasta el punto que éste se ve incorporado al objeto como si el resultado no fuera más que una «maquinaria demente»
Ignoramos todavía lo que puede un espacio.
Un lugar que es también un cuerpo.
Una extensión que comunica y que es comunicada.
Que habla y es hablada. Dice y es dicha.
Es el cuerpo de uno el que habla con el espacio. Es el cuerpo -nuestra «res extensa»- lo que es sometido al encuentro de una pasión.
Y es el cuerpo también el que resulta atravesado por una intensidad incorporal.
Un efecto en la superficie de la piel y en la profundidad de las entrañas. Y los ojos, y los pies, y las uñas y el pelo.
Ignoramos todavía lo que significamos cuando decimos: «Este es mi espacio», o «este lugar me da paz».
Y luego están las modificaciones del espacio.
Hay lugares vacíos; y los hay llenos también.
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La instalación, como objeto del arte, inquieta el cuerpo del espacio e interroga también al cuerpo propio.
Una grieta en lo habitual, lo conocido. Alteración profunda de todos los significantes propios de un lugar. Modificación sustancial de la luz, la sombra, el color, las texturas y los ecos.
Una instalación, como objeto del arte, supone también un encuentro que produce o propone -desterritorializándolo- un estallido del sentido. Y en sus fragmentos, dispone nuevos territorios para echar a andar el deseo y el goce.
No es más que perdiéndonos en el panorama dispuesto por la instalación -en un espacio- como accedemos o somos sobrepuestos a una línea de fuga.
La desintegración de lo habitual sobre la cual todo queda por construir, por resignificar, por rebuscar y reencontrar.
La instalación, como objeto del arte, no es precisamente un escultura, aún cuando ambos objetos recurren a manifestaciones y disposiciones «similares» en relación con el contexto de un espacio.
Ambos objetos hablan de la luz y de la sombra. De los volúmenes y la extensión. De las texturas y una disposición determinada dentro del espacio -y del espacio mismo-.
Queda la pregunta: si una instalación no es una escultura, ¿qué es entonces?
Uno podría pensar que la escultura es un «cerramiento». Existe como pieza tallada en la madera, esculpida en la piedra o fundida en el bronce. Pero hay una limitación clara entre el afuera (escultor – espectador) y el adentro (escultura como objeto «de sí» en un espacio).
La instalación -por su parte- desborda la frontera del adentro y el afuera; y existe (o subsiste) en el puro devenir.
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El itinerante (el espectador) parece sumergido -diluido- en los objetos, las formas y los cuerpos que la componen, o mejor, de los que está compuesta. Incluido el espacio mismo.
No hay un cerramiento.
Y habría que entender entonces que este cerramiento no se define como «clausura», sino más bien como «tabú» entre el objeto y el sujeto. Distancia cognitiva entre el sujeto y su afuera.
Una instalación no es un adentro puesto que tampoco subsiste ningún afuera.
Es hacia el medio como se establece una relación que desborda los límites del sujeto. Hasta el punto que éste se ve incorporado al objeto como si el resultado no fuera más que una «maquinaria demente». Una metamorfosis donde la identidad -como catálogo de una personalidad- acaba por resultar irrelevante.
La instalación, como objeto del arte, tiene una relación mucho más profunda con la arquitectura que con la escultura.
Está más cerca de la creación de un espacio (como no-lugar) que de la forma cerrada propia de un objeto.
Subsiste en el puro devenir porque no «es» dentro de un espacio sino que, por paradójico que parezca, sucede -o acontece en sí misma- como un espacio (un no-lugar) que no deja de escapar a los límites de las fronteras objetivas del punto y la línea.
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No se puede vivir en ella. Ni trabajar. Mucho menos estudiar, orar o realizar transacciones de bolsa.
Por eso mismo acontece como un no-lugar.
La instalación sucede como punto de fuga de una transformación.
La metamorfosis no sucede solamente en el lugar en el que la instalación «aparece» como acontecimiento, sino también que es padecida por el sujeto que la atraviesa y es -al mismo tiempo- atravesado por ella.
Lo transformación resultante es precisamente ese encuentro en el que se diluyen la obra y el espectador y sobreviene entonces el sentido como signo de una pregunta por resolver.
¿Qué es esto que también soy yo?
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